CDL Madrid

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Editorial Boletín enero/febrero de 2023

Una educación realmente inclusiva: ¿Tarea pendiente?

Este año escolar 2022-23, que a priori prometía ser más tranquilo por ser el primero sin medidas anti-COVID-19, después de dos cursos harto complejos, ha vuelto a arrancar con malestares, ruido mediático y estrés docente. La causa fundamental ha sido la tardía llegada de los currículos autonómicos de la nueva LOMLOE y la sensación de apresuramiento e improvisación para preparar la nueva realidad escolar y las novedades que trae implícitas el nuevo marco legislativo, algo de lo que nos hacíamos eco en nuestra anterior editorial. Deseamos que este arranque complicado no empañe los aspectos positivos que esta ley puede aportar al panorama educativo, de entre los que destacamos el empeño de conseguir una educación más inclusiva.

En efecto, uno de los objetivos primordiales que se ha marcado la ley vigente es recuperar la equidad y la inclusión en el sistema educativo. Para ello, la LOMLOE recoge de forma clara lo que la ONU y la UNESCO llevan décadas prescribiendo, en materia de principios y fines de la Educación, algo con lo que ya se había comprometido de forma decidida la LOE en 2006 y que habíamos perdido en gran medida con la LOMCE. En su 48.º Conferencia Internacional sobre Educación (2008), la UNESCO define educación inclusiva como “un proceso que permite abordar y responder a la diversidad de las necesidades de todos los educandos a través de una mayor participación en el aprendizaje, las actividades culturales y comunitarias y reducir la exclusión dentro y fuera del sistema educativo”.

Trabajar para detectar y derribar las barreras a la participación y el aprendizaje que impiden la respuesta efectiva a esa diversidad y generar entornos realmente inclusivos es tarea de todos, no solo de los educadores. Dar esa respuesta implica pensar y actuar en tres niveles: culturas, políticas y prácticas inclusivas. Una sociedad será más avanzada cuanto más eficiente sea en la extensión de sus sistemas de protección social, como recuerda el paradigma de Desarrollo Humano formulado por las Naciones Unidas en 1990 (ya ha llovido desde entonces). Del mismo modo, será más avanzada cuanto mayor sea su capacidad de ampliar las oportunidades de llevar una vida de bienestar a toda la población. Eso pasa por permitir que todas las personas puedan desarrollar sus potencialidades, tener acceso a los recursos y tomar parte activa en la sociedad, y uno de los primeros garantes de que esto ocurra es el sistema educativo.

La pandemia que acabamos de superar nos ha mostrado muy a las claras que las escuelas y las aulas son mucho más que un enclave donde se imparten y comparten conocimientos. Son un agente de socialización clave, donde aprender modelos de comportamiento, generar vínculos y relaciones personales. Son fundamentales para acceder a la participación social, la ciudadanía activa y la identidad. Son lugares donde construir expectativas sobre la propia vida y la de los otros educandos. Las escuelas son, en definitiva, escenarios fundamentales para facilitar la inclusión social. Esta ley educativa anima a cambiar la cultura, las políticas y las prácticas de los centros para que la inclusión y la atención a la diversidad, que son un derecho y no un privilegio, sean asumidos por todos los miembros de las comunidades educativas (equipos directivos, profesorado, familias y alumnado) como algo que debemos construir de manera horizontal y distribuida.

Somos conscientes de que celebrar la diversidad como una riqueza, educar al alumnado con discapacidad garantizando sus derechos y hacer efectiva la inclusión en los centros educativos no es una cuestión sencilla de abordar, por mucho que la LOMLOE prescriba el uso del Diseño Universal del Aprendizaje como marco pedagógico y para la nueva “arquitectura curricular”. Construir una educación realmente inclusiva va más allá de una cuestión técnica: se convierte en un reto social en el que tienen gran importancia las actitudes, prejuicios, estereotipos y expectativas de todos los que forman las comunidades escolares, y también del contexto que rodea a la escuela. Numerosas investigaciones demuestran que el desarrollo de actitudes inclusivas en el alumnado contribuye a prevenir la exclusión social en otros ámbitos de la vida comunitaria. Hacer desaparecer las barreras a la participación es crear una mejor convivencia. Convivir y participar deberían ser lo mismo. Tenemos una labor muy importante que acometer aún: la manera en que se aborde la Educación tendrá repercusiones de enorme trascendencia en la vida de niñas y niños con discapacidad, y también en la de aquellos estudiantes que no la tengan, esos compañeros que aprenden a convivir con la diferencia y la valoran positivamente como una oportunidad de crecimiento individual y comunitario. De poco valdrá que la LOMLOE hable de equidad e inclusión si no somos capaces de un cambio de mirada: no poner el foco en el alumnado como discapacitado, sino considerar que las culturas, las políticas y las prácticas educativas son en ocasiones “discapacitantes” y segregadoras. Deseamos desde estas líneas que el nuevo marco legislativo facilite más formación de calidad para el profesorado en cuestiones de inclusión. Que hablemos menos de adaptaciones curriculares y más de Diseño Universal para el Aprendizaje. Que los cambios de culturas, políticas y prácticas hagan disminuir el individualismo de algunos docentes (“mi clase, mis niños”) e impulsen más trabajo en red y una mayor sensibilidad y empatía ante la diversidad. Que la inclusión prescrita en el papel venga acompañada de más recursos materiales y humanos (bastante menguados, lamentablemente), y que estén garantizados en cualquiera de las etapas educativas y en cualquier centro escolar. Desde este Colegio Oficial de Docentes así lo reclamamos y deseamos.