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Editorial octubre-noviembre y diciembre de 2023. Posverdad, democracia y educación.

La Edad Contemporánea ha concluido. Poco sentido tiene ya, en consecuencia, seguir usando una denominación que refleja procesos históricos periclitados. Pero los aspirantes a nombrar el tiempo que ahora vivimos son muchos y con parecidos títulos para alzarse con el triunfo. Uno de ellos, sin embargo, parece mejor posicionado que los demás: la Era de la posverdad.

Según el Diccionario de Oxford, el término fue utilizado por vez primera en un artículo publicado en 1992 en el semanario estadounidense The Nation por el dramaturgo de origen serbio Steve Tesich en relación con la Guerra del Golfo. En él afirmaba que «nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad, es decir, un mundo en el que la verdad ya no es importante ni relevante». El neologismo, que pasó entonces desapercibido, ha ganado después notoriedad, hasta el punto de ser elegido palabra del año 2016 por el mencionado Diccionario de Oxford. ¿Pero cuál es su significado?

Tal como afirmaba Ralph Keyes a comienzos de siglo, la posverdad alude a la extrema inseguridad de un mundo en el que importa más el relato, la manera en la que la información llega a las masas, que la verdad misma, y revela cómo las emociones y los sentimientos, convenientemente manipulados, son mucho más eficaces que los hechos objetivos a la hora de dar forma a la opinión pública. En nuestros días, la verdad ya no compite con la falsedad, la ignorancia, la tontería o la mentira, todas ellas categorías de lo falso distintas en su grado de responsabilidad moral, sino con otras «verdades» que, a diferencia de las anteriores, no la sustituyen, sino que conviven con ella.

No se trata, en sentido estricto, de un fenómeno nuevo. Los sofistas griegos exhibían su pericia en el uso de las emociones para persuadir a su auditorio en un sentido y en el contrario, sin que se supiera en realidad qué pensaban realmente. En 1769, John Adams, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, relataba en su diario cómo había pasado la noche inventando historias falsas para minar la autoridad real en Massachusetts. Y George Orwell escribía en 1938: «En España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos (…) Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo». No se equivocaba el autor de Homenaje a Cataluña. Por obra de la tecnología, vivimos ahora bajo el imperio de una nueva sofística, mil veces más eficaz que la de Protágoras o Gorgias. Los algoritmos que determinan el funcionamiento de las páginas de noticias de Internet, una fuente preferida de manera creciente por el público a los artículos de prensa o los debates televisados, moldean la información para adecuar su contenido a las preferencias políticas de sus lectores, reforzando así sus ideas preconcebidas o alimentando sus prejuicios para servir a la voluntad de quienes las financian. Los intereses más oscuros inventan sin rubor los datos, los alteran o los ocultan con ánimo de manipular a quienes acceden a ellos, y a la gente no parece importarle, habituada ya a dar por bueno cuanto se publica en las redes y cooperar de forma casi automática en su difusión cuando encaja con sus propias ideas. Y no se trata en modo alguno de una cuestión baladí. La posverdad está produciendo un efecto corrosivo en la dinámica política de las democracias actuales, al punto de debilitar seriamente sus cimientos.