La nueva Prueba de Acceso a la Universidad
De la chimenea de la Capilla Sixtina ministerial ha salido al fin la Fumata Bianca. Como dicta la tradición, el cardenal protodiácono, la ministra Diana Morant en este caso, ha aparecido en el balcón de San Pedro para anunciar la buena nueva: Habemus pau. Ha costado, como todo parece que le cuesta a este nuestro gobierno, pero el Consejo de Ministros, a propuesta del Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes y el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, aprobó por fin el 11 de junio el Real Decreto que regulará a partir del curso 2024-2025 la Prueba de Acceso a la Universidad.
La ministra declaró que la nueva PAU es «más ágil, moderna y se adapta a la sociedad con el máximo rigor académico y garantizando la igualdad de oportunidades de todos los estudiantes de España». Quizá lo sea, pero lo cierto es que los cambios introducidos, aunque acertados, son poco ambiciosos. Una vez más, nos encontramos ante una oportunidad perdida de dar respuesta a los problemas que aquejan hace décadas a nuestro sistema educativo. Esperemos, al menos, si se nos permite pecar de obviedad en el juego de palabras, que la nueva norma traiga al fin un poco de estabilidad y paz en un asunto tan importante como este; no en vano pau, convertida en nombre común, significa “paz” en catalán.
Pero una virtud, al menos, posee la nueva prueba. El punto 10 del artículo 13 del Real Decreto asegura: «En aquellos ejercicios en los que las preguntas o tareas propuestas requieran la producción de textos por parte del alumnado, la valoración correspondiente a los aspectos contemplados en el apartado b) [La coherencia, la cohesión, la corrección gramatical, léxica y ortográfica de los textos producidos, así como su presentación] no podrá ser inferior a un 10 % de la calificación de la correspondiente pregunta o tarea». No es mucho. Antes de la LOGSE, ley de no muy grato recuerdo para tantos profesionales de la educación, no se permitía a los aspirantes a universitarios cometer más de tres faltas de ortografía en un examen; superar esa cifra suponía el suspenso inmediato. Pero a nadie se le escapa que regresar a semejante nivel de exigencia, entonces teni- do por imprescindible para quienes apetecían desempeñar empleos de elevada cualificación, sería hoy poco menos que imposible: tanto hemos degenerado en el uso correcto de la lengua. Pero se trata, al menos, de un avance que implanta un mínimo de seriedad en el actual maremágnum de criterios de calificación y reivindica la importancia de la expresión correcta de los futuros universitarios.
Debemos congratularnos por ello. Los anacolutos –¿cuántos universitarios sabrán, dicho sea de paso, qué es eso?– y errores en el empleo de los nexos sintácticos, la impropiedad en el uso del léxico y su registro inadecua- do, la incorrección ortográfica, la incongruencia en la exposición o argumentación de los contenidos… van a ser penalizados; o, si lo miramos desde el lado positivo, una buena corrección gramatical a la hora de expresarse con la debida fluidez, con la debida fluidez., con un vocabulario variado, con una ortografía que respete las normas académicas-aunque solo sea por educción-…servirá para elevar la calificaciíon. pero que esto que, como decimos, es lo mínimo que puede exigírsele a quien aspira a ocupar una plaza universitaria, requiera una ponderación positiva nos da una idea del grado de incultura que afecta a demasiados alumnos. Sea, en cualquier caso, bienvenida esta nueva apreciación, porque, entre otras razones, no hay pensamiento sin lenguaje, ni libertad real sin pensamiento –¡qué peligrosas son para la democracia las neolenguas orwellianas al uso!–, y a la inversa. Y no solo eso. Si no es capaz de usar la lengua con corrección y propiedad, la credibilidad a la que puede aspirar un individuo cuando se expresa es nula.
Hemos podido comprobar, por ejemplo, que la propiedad léxica y la corrección ortográfica no son algo prioritario en demasiados alumnos que hasta encuentran gracioso corromper el lenguaje en sus comunicaciones por WhatsApp o en el uso de las redes sociales; algo que luego trasvasan a su comunicación ordinaria en la vida real, oralmente o por escrito. Pues bien, algo tan elemental como la corrección ortográfica –que debiera haberse adquirido a lo largo de la ESO– dice mucho del nivel cultural de quien la exhibe, porque pone de manifiesto su capacidad lectora y el consiguiente desarrollo del espíritu crítico. Lázaro Carreter lo ha venido pregonando “desde siempre” a los docentes que lo han querido escuchar:
La observancia de la ortografía es un síntoma de pulcritud mental, de hábitos intelectuales de exactitud. Puede afirmarse, a priori, que un alumno que no cuida aquel aspecto de la escritura está ante el saber en actitud ajena y distinta; es seguro que no entra en los problemas porque no los entiende, no los convierte en algo que le afecte. Es el tipo de estudiante, tan característico de nuestro tiempo, para quien estudiar –aunque lo haga intensamente– es un quehacer sobreañadido y no incorporado a su vida. Sobre esta situación –que luego producirá el pavoroso espécimen del semianalfabeto ilustrado–, es posible actuar desde distintos frentes; uno de ellos, quizá el más eficaz, es la exigencia de una expresión pulcra, comenzando por este nivel inferior de la ortografía.
Y más “dramático” es Pedro Salinas, cuando afirma: En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias, aún menos. ¿No nos causa pena, a veces, oír hablar a alguien que pugna, en vano, por dar con las palabras, que al querer explicarse, es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones, dándose golpazos, de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una deforme semejanza de lo que hubiera querido decirnos? Esa persona sufre como de una rebaja de la dignidad humana. No nos hiere su deficiencia por razones de bien hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no. Nos duele mucho más adentro, nos duele en lo humano; porque ese hombre denota sus tanteos, sus empujones a ciegas por las nieblas de su oscura conciencia de la lengua, que no llega a ser completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo.
Si la nueva PAU protege a la universidad de la entrada de «semianalfabetos ilustrados» y de personas que «sufren como una rebaja de su dignidad humana», debido al mal uso de la lengua, habrá cumplido con una de las funciones sociales que le están encomendadas. Y, de paso, traza un programa de sugerencias para mejorar el rendimiento lingüístico de los alumnos de Bachillerato. Este es un buen camino que todos deberíamos re- correr, docentes y discentes, y al margen de otros aspectos del Real Decreto de la PAU, que no entramos de momento a valorar. Ya habrá tiempo para ello cuando comprobemos en qué se convierte la Prueba de Acceso a la Universidad cuando pase por el forzoso tamiz de las Comunidades Autónomas, obsesionadas –por experiencia lo sabemos– con distinguirse a toda costa de las demás, aun sacrificando muchas veces la lógica y el más elemental sentido común. Por desgracia, este problema se encuentra todavía lejos de encontrar solución.