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Nuevo libro de Luis Íñigo, secretario general del Colegio.

Luis Íñigo Fernández, inspector de Educación, historiador y actual secretario general del Colegio, ha publicado un nuevo libro. Las arterias del mundo: Una historia de la Humanidad a través de los ríos, sorprende por la originalidad de su enfoque, y reafirma la calidad literaria de un autor que maneja con maestría la pluma y analiza con exhaustividad la historia. En este trabajo, como en los anteriores, la vocación docente se respira en cada párrafo.

En los últimos años hemos aprendido a mirar al pasado con ojos distintos. Se ha tratado de abordar su comprensión desde perspectivas nuevas. El comercio, la ley, la moral, el pecado, el placer, los océanos, los tejidos, la enfermedad, las drogas, el sexo, las emociones, e incluso el humor y la embriaguez, han merecido la atención de historiadores poco convencionales, deseosos en ocasiones tan solo de atraer lectores curiosos, sinceramente interesados otras veces en explorar caminos nuevos que completen nuestro conocimiento de la historia. Yo mismo, como usted dice, me he acercado al pasado desde una perspectiva distinta, la de los perdedores, en lo social y en lo militar, en mis dos últimos libros. Pero faltaban los ríos. Hace un par de años leí un poema de T. S. Eliot, The Dry Salvages, el tercero de sus célebres Cuatro Cuartetos, en el que hablaba del río con una fuerza que me impresionó profundamente. Decía del río, en realidad de todos los ríos, que es un es «un dios pardo y fuerte, hosco, intratable, indómito», pero también «reconocido como frontera» y «poco de fiar como transportador del comercio». Entonces di en pensar en las distintas funciones, todas ellas de enorme importancia, que los ríos han desempeñado en la historia de la humanidad: dioses, fronteras, arterias comerciales, calzadas de agua… y tuve la idea de escribir un libro que reflexionara sobre todas ellas.

Eso es. La historia del género humano es inconcebible sin los ríos. En realidad, nacimos junto a un río. Es probable que la secuencia que el célebre director de cine Stanley Kubrick escogió para dar comienzo a su inmortal 2001: Una odisea del espacio sucediera en realidad junto a las orillas del Omo, una corriente fluvial de poco más de 700 km que desagua en el Turkana, uno de los lagos del Rift africano. Al menos es allí donde se han hallado los fósiles más antiguos conocidos de Homo sapiens, con una datación cercana a los 230.000 años. Y no es un mero producto del azar que se encuentren tan cerca de un río. Los ríos ofrecían a la humanidad paleolítica todo lo que necesitaba: piedra para tallar, caza en abundancia, pesca y, claro está, agua, para beber, pero también para cocer los alimentos, lo que nos permitió acortar nuestro intestino, dedicar menos energía a mantenerlo y desviar el excedente al desarrollo de un cerebro que nos hizo convertirnos en la especie dominante del planeta. Sin los ríos, no habría sido posible. De alguna manera, son nuestros padres o mejor, nuestras madres nutricias, como se titula el primer capítulo del libro. Pero ese vínculo no se rompe nunca. Las primeras aldeas neolíticas buscaron la proximidad de los ríos. Las primeras ciudades y los primeros estados, en Mesopotamia, en la India, en China, nacieron en sus orillas. Los ríos aseguraron siempre al hombre cosechas más abundantes, un transporte mucho más rápido y barato de sus mercancías y vías de penetración hacia el interior de los continentes desconocidos. En sus aguas se libraron batallas en las que se jugaba el destino de los imperios. Y su relevancia para la humanidad, apenas intuida, dio origen a mitos y religiones, algunas de las cuales persisten todavía hoy.

La humanidad nació en la naturaleza y se concibió por vez primera a sí misma como parte inseparable de ella, también de los ríos. Las bandas de cazadores recolectores eran incapaces de concebir otra relación que no fuera la simbiosis y el respeto. Pero, convertido en agricultor y ganadero, el hombre comenzó a concebirse como un dominador, llamado a cambiar el mundo en beneficio propio, y esa conciencia se agudizó cuando aprendió a modelar la arcilla y trabajar los metales. Pero el lector no debe buscar en el libro un ecologismo militante. La conciencia mediomabiental, entendida como responsabilidad hacia el planeta en su conjunto, las diversas culturas que lo pueblan y, por supuesto, las generaciones futuras, se desprende de la lectura de sus páginas de forma natural, no forzada. No se trata de convencer a nadie de nada, sino de colocar a quien leyere, como antes se decía, ante la evidencia de lo que los ríos han sido y todavía son en la actualidad y dejarle que saque sus propias conclusiones, como deben hacer los lectores adultos. Adoctrinar me parece una falta de respeto. Pero hay verdades evidentes. No podemos negar —y así lo recuerdo en la Introducción— que, como el audaz aprendiz de brujo del poema de Goethe, que se atreve a manipular fuerzas cuya naturaleza desconoce, o el insensato Faetón de la mitología griega, que incendia la tierra al conducir el carro de su padre el Sol, tan soberbios como ignorantes, hemos causado al mundo, también a los ríos, un daño que quizá ya no seamos capaces de reparar, y, al hacerlo, nos hemos dañado a nosotros mismos, aunque solo ahora hemos empezado a comprender del todo hasta qué punto. Como el titán Prometeo, robamos un día el fuego de los dioses, creyendo ser dignos de su poder, y se nos castiga por ello. Hemos contraído, pues, una enorme deuda de gratitud con los ríos y les debemos también una reparación. Pero creo que, como historiador, mi papel consiste en ayudar a los lectores a reconocer su papel en nuestra historia. Luego, que ellos saquen sus propias conclusiones.

Porque esas, en mi opinión, son las principales funciones que los ríos han desempeñado en la historia del género humano. Como decía más arriba, este libro trata de explorar un nuevo camino, abordando el pasado desde una perspectiva que nunca se había adoptado, situando a los ríos en el centro de los procesos históricos y reflexionando sobre el papel que han desempeñado en ellos. Lo hace, sin embargo, como usted bien señala, evitando de modo consciente adoptar una narrativa lineal, el bastidor habitual sobre el que se tejen los libros de historia. Habría sido lo más sencillo, lo que, probablemente, la gran mayoría de los lectores habría esperado encontrar en estas páginas. Pero habría sido también, o al menos eso creo, lo más arriesgado, pues el papel de los ríos podría haber quedado desdibujado, desvaído entre las innumerables pinceladas necesarias para dar forma al barroco paisaje del pasado. Para evitarlo, he optado por escoger las principales funciones que las corrientes fluviales han desempeñado en su relación con las sociedades humanas y hacer un recorrido histórico por cada una de ellas.

El último capítulo es especialmente poético, porque en él he reunido mitos y religiones asociadas a los ríos en distintas partes del mundo que, a la vez que revelan su importancia para las culturas que les dieron forma, muestran también la importancia del mito como fuente histórica. Algunos de esos mitos, como los asociados a la diosa Oshun, que da su nombre a un pequeño río nigeriano, son, además, de una gran belleza y creo que valía la pena contarlos. El pueblo maorí, en este contexto, es el mejor ejemplo de la forma en que los antiguos cazadores recolectores entendían el mundo. Ko au te awa, ko te awa ko au, en español «Yo soy el río y el río es yo», es un proverbio tradicional maorí que transmite la visión del mundo como un todo vivo del que todos formamos parte y que, por ello, debemos cuidar, porque al hacerlo, nos cuidamos a nosotros mismos. Esta concepción posee una belleza extraordinaria. Los maoríes siempre han considerado los ríos, las montañas y los bosques como seres vivos, entes sagrados que merecen respeto y veneración, y no meros recursos de los que disponer a su antojo, sin limitación alguna, como ha sostenido, en la teoría, y más aún en la práctica, la visión prometeica propia de la civilización europea. Es la idea fundamental del whakapapa, el principio sobre el que reposa la concepción maorí del orden cósmico, que entiende Te Taiao, la Tierra, en relación de íntimo parentesco con el hombre. Este parentesco, whanaungatanga en lengua maorí, no abarca tan solo los lazos familiares entre personas vivas, sino una red mucho más amplia de relaciones entre las personas, vivas y muertas, la tierra, el agua, los animales y las plantas, y, por supuesto, el mundo espiritual de los atua, los espíritus, vinculado todo ello a través de la whakapapa. En este sistema de pensamiento, el mauri, la fuerza vital de un ser, se encuentra ligado íntimamente al mauri de todos los demás seres con los que está relacionado, humanos y no humanos. Esta ligazón implica en la práctica una serie de deberes recíprocos de nutrición y cuidado que se denominan kaitiakitanga. En consecuencia, los seres humanos están obligados a cuidar al río, preservar su salud y atender todas sus necesidades, como él los cuida a ellos. ¿No es cierto que tenemos mucho que aprender de esta concepción del mundo?